Danielle Green no sentía nada. Le zumbaban los oídos y había polvo por todas partes. Era el 25 de mayo de 2004. Green era policía militar del Ejército de EE. UU.
Había estado patrullando la azotea de una comisaría de Bagdad, Irak. De repente, la explosión de una granada enemiga propulsada por cohete la tiró al suelo.
“Creí estar en una escena de una película mala, como si estuviera soñando—recordó Green—, pero luego me di cuenta de que no, esto es real”.
Cuando se le pasó el entumecimiento, sintió una ráfaga de dolor por todo su cuerpo. Sabía que estaba herida, pero no sabía hasta qué punto.
Los compañeros soldados de Green llegaron rápidamente, vendaron sus heridas y la bajaron por las escaleras. Un helicóptero la trasladó a un hospital militar cercano.
Green se despertó varias horas después con sus comandantes a su lado. Lloraban. Ella miró hacia abajo y vio por qué estaban tan afectados. Había perdido la mayor parte del brazo izquierdo por debajo del codo.
Green supo que su carrera militar había terminado. Y que su vida nunca volvería a ser la misma.